Cumplido el fenómeno del hundimiento, nuestro presidente adolescente ha entrado en la fase de negación de la realidad como estrategia para protegerse de los hechos. Hace unos días escenificó la metáfora: dio una rueda de prensa sin prensa, en la que hablaba a las butacas vacías como si estuvieran ocupadas por esos escribanos que suelen asistir, genuflexos, a las comparecencias de Pilar Alegría. Al fin y al cabo, el efecto que producen en la calidad informativa la presencia de periodistas es el mismo que el de su ausencia.

Convertido en un fabricante de bulos, Sánchez proclamó su última trola. Su presidencia ya es una ficción que sigue un guion errático. Su ejercicio del poder no obedece a las leyes clásicas de la mecánica política. Es una partícula cuántica: está caído y en pie al mismo tiempo. O, más bien, como en la teoría del gato de Schrödinger, dimitirá solo cuando alguien abra la urna, y eso sólo ocurre en elecciones, mociones o terremotos judiciales. Mientras tanto, su supervivencia política no se rige por hechos, sino por narrativas.

La matemática nos advierte: la lógica sirve, pero la política sanchista juega con otra variable que no cabe en las ecuaciones: la negación de la evidencia como doctrina de gobierno. Lo sorprendente es el número de adeptos que le sigue en ese ciego camino de eludir lo real y asumir el papel mesiánico de su líder.

Podrido de corrupción, rodeado de golfos de un nivel intelectual ramplón y escasísima preparación, la imagen del bien planchado Sánchez ha degenerado hasta convertirse en el truhan jefe de una cuadrilla de hampones y macarras que se reparten dineros y mujeres con el mismo criterio con el que se corta el bacalao del poder. Las encuestas dicen que, hasta los obispos, de natural timoratos, quieren votar. Pero Sánchez sabe que el día que se abra una urna ya no tendrá a Koldo para colar los votos chungos. Urnas no serán sino cajas de Pandora por las que escapa la peste de la corrupción.