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La lapidación de Vallecas

La lapidación de Vallecas

 

Durante las pasadas elecciones en Vascongadas y en Cataluña, unos pocos periodistas (por desgracia, menos de los que indica la lógica) ya avisamos de que se estaba generando hacia VOX un odio visceral, con origen en ciertos partidos políticos, que luego se transformaba en violencia callejera. En algunos mítines de Santiago Abascal en esas dos españolísimas regiones, hubo grupos de kale borroka, con estética de extrema izquierda, que lanzaron piedras, botellas y todo tipo de objetos contundentes contra el presidente de VOX y los candidatos elegidos en esos comicios. Nadie movió un dedo para evitarlo, y nadie tomó nota de la gravedad de aquellos sucesos.

Como todo crimen que queda sin castigo, esa violencia callejera, animada desde ciertos partidos políticos, ha aparecido de nuevo, esta vez durante la precampaña de las elecciones madrileñas del 4-M. Los sucesos de Vallecas no pueden pasar simplemente como incidentes sin más, para ser archivados en la memoria de pez de la democracia. Lo ocurrido en la “plaza roja” del popular barrio madrileño constituye un serio aviso a las instituciones y a los partidos. Un antes y un después, por la gravedad y por las dimensiones de lo sucedido.

Los salvajes no pueden ser los que manden en una sociedad. Cuando eso ocurre, lo que tenemos es una civilización en caída libre, o en vías de extinción. Los salvajes tienen que estar en perreras, o en su defecto, en las cárceles. Y desde luego, es inadmisible que unos encapuchados, envalentonados por la fuerza del grupo, se enfrenten a las fuerzas del orden y lancen todo tipo de objetos no solamente a los políticos de VOX, sino también a las personas que pacíficamente habían acudido a escuchar el mitin de Abascal y Monasterio.

Al igual que en Cataluña y Vascongadas, el presidente de VOX tuvo que bajarse del atril para contar los pasos que le separaban de los salvajes. 18 metros. A esa distancia, un guijarro de un kilo de peso es un arma letal. Fue un verdadero milagro que no hubiese que lamentar ninguna desgracia personal, más allá de algunos heridos leves, con brechas en la cabeza o en las manos. Pero la gran pregunta que nos hacemos todos los ciudadanos de bien es la siguiente: ¿Por qué y con qué fin permitió el Ministro de Interior, Grande Marlaska, la encerrona de Vallecas?, ¿por qué no hubo más dotación policial, y por qué no se alejó a la turba proetarra de donde estaba instalado el escenario del mitin?

VOX ha presentado dos querellas por este gravísimo atentado. Una contra el propio Marlaska, en el Tribunal Supremo, y otra contra varias personas que contribuyeron, por acción u omisión, a lo ocurrido: la delegada del Gobierno en Madrid, Mercedes González, el ideólogo podemita Juan Carlos Monedero, los responsables de Intervención Policial y los cabecillas de la asociación Bukaneros (seguidores del Rayo Vallecano, de ideología extremista de izquierdas). Porque aquí lo que se está dirimiendo es nada menos que el derecho de un partido a poder celebrar sus actos políticos en libertad, independientemente de las ideas que defienda, siempre dentro de un marco constitucional. O dicho de otro modo, la médula espinal de una democracia sana.

Es gravísimo, y no tiene precedentes, que desde Podemos se haya acusado a VOX de haber ido a Vallecas “a provocar”, como si ese barrio fuese propiedad suya, o de sus votantes, o de esa manada de orcos que lanzaban piedras y ramas de árbol. Es inaceptable que un partido político sea primero señalado en la tribuna de oradores del Congreso, y luego literalmente lapidado en las calles, sin que haya ni una sola dimisión, ni siquiera un reconocimiento de culpabilidad por negligencia. Nada. Esta democracia (o lo que queda de ella) parece asimilar cualquiera aberración, por terrible que sea, con una pasividad inaudita.

Hace años fue el Partido Popular. Ahora es VOX. Cualquier partido que defienda España y los valores tradicionales está en el punto de mira de esa izquierda rencorosa que está entregada de nuevo al odio visceral, igual que aquella nefasta II República de la que se declara heredera. En aquella ocasión, el final de la historia fue trágico. En nuestras manos está evitar en lo posible que ahora consigan empujarnos de nuevo al desastre.

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