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En defensa del mérito

En defensa del mérito

 

Los mileniales se han dado cuenta de que la meritocracia no existe y no importa lo duro que trabajes’. Así titulaba un suplemento de El País su entrevista a Anne Helen Petersen, la autora de un texto que ha causado cierto revuelo porque describe cómo esta generación se ha convertido, en su opinión, en la generación quemada.

Adultos que trabajan muchas horas, que están siempre cansados y son incapaces de abordar las tareas sencillas del día a día, que se sorprenden y enfadan por no alcanzar unos estándares vitales que les habían prometido y que no están llegando. Algunos de estos adultos insisten en que les dijeron que si se esforzaban, todo saldría bien. Que si estudiaban, tendrían un buen empleo. Que si trabajaban mucho, ascenderían. Que el mérito siempre tiene recompensa.

Y según la autora, se han dado cuenta de que no es así y ahora creen que el mérito es mentira, que aquí solo triunfan los hijos de quienes tienen mucho dinero, es decir, aquellos que se pueden permitir fracasos sucesivos sin que eso condicione su vida futura.

Esa visión refleja una idea simple de la realidad con dos perspectivas. Por un lado, la de aquellos que derivan la responsabilidad de sus miserias o sus fracasos a los enemigos clásicos de los pobres: la sociedad, los ricos, el sistema, el capitalismo, o quizás alguna potencia extranjera. Por otro, la de quienes presumen, muy ufanos, de la autoría exclusiva de sus éxitos: ha sido su trabajo, su esfuerzo abnegado y constante, el que les ha llevado a la cima. Y por tanto no deben nada a nadie.

De estos segundos habla Michael Sandel para describir la tiranía del mérito: si eres el único responsable de tu éxito, también lo serás de tu fracaso. Esto añade una enorme presión a aquellos que sienten que no están alcanzando sus objetivos, y puede llevar a esa sensación de angustia vital que describe la escritora estadounidense.

Pero las realidades sociales no son tan simples, y no se pueden estudiar desde un único punto de vista. El éxito no depende sólo del mérito ni el fracaso del demérito. Existen muchas y variadas causas que afectan al resultado final, y no podemos pretender conocerlas, comprenderlas, ni mucho menos controlarlas todas. El dinero familiar, la formación de tus padres, la posición que ocupas respecto a tus hermanos, tu lugar o año de nacimiento, tu colegio, tus vecinos, o la biblioteca que tienes en casa, son factores que contribuyen a lo que serás en el futuro. Y, por supuesto, también la suerte.

Pero no se puede caer en la trampa de pensar que el mérito no cuenta, que el esfuerzo es en vano. El esfuerzo es determinante. Estudiar mucho no te garantiza un buen trabajo, pero en España, quienes tienen estudios superiores sufren solo un 9% de paro frente a 32% de los que no terminaron la educación primaria.

La obsesión socialista con devaluar los títulos académicos, y su obstinación con pasar de curso a todo el mundo, independientemente del número de suspensos que haya obtenido, alimentan esa idea de que esforzarse no merece la pena. Y con eso consiguen tres objetivos: igualar por abajo, provocar la desidia, y ceder toda esperanza de mejora a un tercero. Al Estado. Al gobierno. A ellos. Mejorará el que reciba una subvención, un subsidio, o un piso de protección oficial. Y ese un mensaje terrible.

El futuro es incierto, a veces injusto, y siempre desconocido, y tu esfuerzo no te llevará necesariamente a donde quieras llegar. Pero merece la pena inclinar la balanza a tu favor todo lo que puedas. Trabajando, estudiando, aprovechando las oportunidades, siendo valiente y creativo. Adaptándote a tu realidad, jugando tus cartas lo mejor posible. Muchos no lo harán. Tendrán ventaja los que sí.

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Carlos Díaz-Pache

  Director General de Cooperación con el Estado y la Unión Europea de la Comunidad de Madrid

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