La muerte lenta de la democracia

La muerte lenta de la democracia

A veces, las democracias no mueren de golpe. No caen con carros de combate ni con tiros. Los Estados no se derrumban de un día para otro, sino que se disuelven lentamente cuando quien quiere romperlo va atacando y derrumbando cada uno de los pilares de la Democracia y el Estado de Derecho. 

A veces, simplemente se extinguen con un voto, un pacto o una firma. Y cuando sucede, no hay sobresaltos, sino la mera apariencia de normalidad y orden, y lo justificarán por la “convivencia” o por “mejorar las cosas”. 

Entonces, ¿cómo reconocer cuándo una sociedad libre, como España, comienza a descomponerse? Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, lo detalla en su libro y advierte que este no llega únicamente con violencia, sino erosionando el pensamiento individual mediante la mentira sistemática. El peligro no reside solo en los fanáticos que lo promueven, sino en el individuo que ya no distingue entre verdad y falsedad. ¿Te suena querido lector a algo?

Cuando se pierde la noción de verdad objetiva, ya no hace falta un golpe de Estado. Basta con vaciar las instituciones de su significado original. La historia demuestra que el totalitarismo no necesita botas; le bastan discursos que relativizan primero la verdad y luego legitiman la mentira. No se impone mediante la fuerza, sino a través de la resignación pasiva de una sociedad que ha dejado de cuestionar. Es, en definitiva, un proceso lento de degradación.

Ese proceso de transformación cultural y política se explica mediante el concepto conocido como la ventana de Overton. Un modelo que describe cómo cambian los límites de lo que resulta popular y políticamente aceptable. Ideas antes impensables se van introduciendo poco a poco, hasta volverse normales y, finalmente, convertirse en ley. No ocurre por azar ni de forma espontánea, es una estrategia deliberada, diseñada con un propósito claro.

En España, el pasado 26 de junio de 2025, el Tribunal Constitucional, presidido por Cándido Conde-Pumpido, avaló la Ley de Amnistía al desafío independentista que culminó en el referéndum ilegal del 1-O de 2017 y la declaración unilateral de independencia de Cataluña. La votación fue de seis votos a favor y cuatro en contra, una mayoría ajustada y milimétricamente construida con fines políticos.

El fallo, ante el asombro de España entera, concluyó que la ley es compatible con la Constitución. Además, señaló que la amnistía es una figura excepcional con cabida legal. Quieren convencernos de que se ha tratado de un acto de justicia y reconciliación, pero fue, simple y llanamente, una operación de cálculo político. La ley de amnistía no obedece a principios jurídicos ni a un ideal de convivencia; responde a una necesidad aritmética. Es el resultado de un acuerdo entre un Gobierno dispuesto a todo por conservar el poder y un partido independentista que fijó su precio sin ambages. La impunidad a cambio de votos parlamentarios.

El Tribunal Constitucional ha legitimado esa ley, poniendo el broche final a un camino que Pedro Sánchez comenzó la misma noche electoral de 2023. Aquel día, al conocerse los resultados, se hizo evidente que no solo había perdido las elecciones, sino que ni siquiera sumaba mayoría con sus antiguos socios de legislatura, ni con Esquerra, ya premiada con indultos, ni con Bildu, blanqueada según el guion de Otegi, alcanzaba los escaños necesarios para seguir en el poder.

Frente a esa realidad, Sánchez eligió la vía de entregar la integridad del sistema constitucional a cambio de los siete votos de Junts. Una cesión sin precedentes, tanto en forma como en fondo, que acabó otorgando legalidad a una autoamnistía impulsada por quienes vulneraron el orden constitucional. Para mayor desfachatez, la persona encargada de liderar esa negociación fue Santos Cerdán, que hoy se encuentra investigado por delitos de cohecho y pertenencia a organización criminal. 

Un hecho que añade aún más sombras a un acuerdo que no solo erosiona la legalidad, sino que daña profundamente la credibilidad democrática de nuestras instituciones.

Al respaldar la Ley de Amnistía, el Tribunal Constitucional, con una mayoría favorable al Gobierno, no solo refuerza una clara desigualdad entre los españoles, sino que, además, inaugura una etapa inédita en la historia democrática de España. Una etapa en la que el órgano encargado de controlar los abusos del poder se transforma en un instrumento que ampara sus excesos. En lugar de actuar como un contrapeso independiente, se convierte en un escudo al servicio del Ejecutivo.

Este fallo no es simplemente una interpretación jurídica, sino un paso decisivo hacia la normalización de decisiones que afectan de manera sustancial al orden constitucional. Si puede justificarse el perdón de delitos tan graves como los del procés con el argumento de garantizar la estabilidad política, entonces ya no resulta impensable imaginar futuras medidas dirigidas exclusivamente a asegurar la permanencia en el poder, aunque supongan alterar la integridad de nuestro sistema constitucional.

La tesis de que el legislador puede intervenir en cualquier asunto que no esté explícita o implícitamente prohibido por la Constitución convierte a la Carta Magna en un texto moldeable según la conveniencia política del momento. Bajo esta lógica, todo lo que no esté expresamente vetado pasa a considerarse legalmente aceptable.

Aceptar que el Tribunal Constitucional respalde con su fallo una maniobra política que cambia poder por impunidad es asumir que las reglas pueden adaptarse según convenga. Significa que la ley ya no es un límite, sino una herramienta que puede cambiarse según los intereses del gobierno.

Estamos, así, en la antesala de algo más grave, una deriva autoritaria con apariencia de legalidad. Si el desafío secesionista de 2017, un atentado flagrante contra el orden constitucional, puede ser borrado con una ley, ¿qué impide que mañana se repita lo mismo ante otro intento de romper las reglas del Estado?

 

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